De un tiempo acá los modelos, mujeres y hombres por igual, lucen deprimidos. Rabiados siempre han estado. Quién no lo estaría, si en cuestión de media hora tienen que cambiarse cantidad de veces, enfrente de todo mundo, recorrer la pasarela e incluso detenerse un momento y girar: frente, perfil, tres cuartos, nuevo perfil, el que sigue. Los asistentes aplauden, comentan y se agolpen, pero no saben bien por qué, estarán tal vez perplejos. Uno percibe además cierto rictus en el rostro, cierta desalineación. Se deberá sin duda a que, no siendo actriz, la modelo ha de contener una serie de impulsos. Qué bien cala este tacón, vaya blusa escandalosa, caída linda la de Kendall, me he reído con ganas, ¿es mañana lo de Giorgio?

Parte importante de este trabajo es portar una máscara. Los rostros son distintos, pero todos participan de una misma cualidad expresiva, como lo hacen todos los semblantes que rebasan cierto número de cirugías plásticas, todos los que contienen toxina botulínica, todos los que están cubiertos de una media con fines de robo a mano armada. Si los semblantes con bótox se mantienen pizpiretos, parpadean teatralmente y traen la sonrisa fija, como una marioneta, y si los de bisturí terminan por entroncar con el mundo bizarro de los cómics, además de ofrecer una estética a imitar, como la muñeca Barbie, los de la pasarela no dejan de encantarnos por su aparente ausencia: aquí voy, y además pronto, pero no busques mucha cosa en mi rostro, mira mejor esta ropa, que a mí me da un poco igual.
La pluralidad fisionómica es sin duda notable. Estamos hablando de una elite megadiversa. Pero estas diferencias no están ahí para individualizar. No son rasgos personales, son parte del aparato, accesorios que le van bien a un atuendo. Mira, Sasha, a la túnica cromo de corte elíptico le combinan esos ojos y esa boca pálida, dime si no, tráemelos. A este enterramiento de la identidad personal, a esta sepultura del yo en el ataúd de un cuerpo-maniquí, se ha de deber la cadencia mortecina de tantas modelos contemporáneas.
Es verdad que el periodismo de fondo ha averiguado los nombres de algunas de estas personas. Cindy Crawford, Claudia Schiffer, Tyson Beckford, Gisele Bündchen, Bar Refaeli, Jon Kortajarena, Gigi Hadid. Incluso han cobrado fama y la alta costura ha recurrido a ellas para humanizar su quehacer y ofrecer a otros modelos ejemplos asequibles de progreso profesional. Pero al mismo tiempo esta industria modosa tiene por fundamento un ejército anónimo de agradables figuras. Los grandes diseñadores se han de complacer de ver a Chai Maximus vistiendo alguno de sus conjuntos. Pero si la lógica de la vanidad no engaña, mucho más los satisface admirar ese conjunto, no importa en qué cuerpo esbelto y decidido, con tal de que lo luzca.
De ahí tal vez que últimamente a las modelos se las vea un tanto melancólicas. Salen de los vestidores con el rostro pálido y la mirada triste. El ánimo apenas les da para tomar carrerilla, pero vaya que la toman. Como las prendas son largas y profusas en capas, temporada otoño-invierno, parecen desplazarse sin casi mover las piernas. Sólo en los brazos flacos se distingue un leve compás. Y hacia nosotros vienen, totalmente inexpresivas y a muy alta velocidad, como saben hacerlo solamente los espectros de los filmes de terror.
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