Retrato de mascota con mujer

† Antonia Quintana, 29 de abril de 1935 – 30 de noviembre de 2022.

Yo fui tu religión, yo fui tu gloria;
a Dios en mí soñaste;
mis ojos fueron para ti ventana
del otro mundo.
¿Si supieras, mi perro,
qué triste está tu dios, porque te has muerto?

Miguel de Unamuno

Incluso en su última época, Anastasia bajaba la escalera sin demora, siguiendo muy de cerca a Antonia, aunque entonces su secuencia de pasos ya no corría con gracia, sino que de sus dos patas posteriores hacía una sola, y así, como atadas por un amarre invisible, las movía sin torpeza y sobre ellas, escalón tras escalón, iba dejando caer su ligero volumen trasero. Una vez en la cocina esperaba atenta, sin comprender por qué no le habían dado su leche, hasta que Antonia o Ignacio, con la cabeza en otros asuntos, sacaban el tetrapak y le servían en su plato. Entonces su atención absoluta se internaba, por cosa de un minuto, en el espacio un tanto oscuro entre refrigerador y pared, y en su lúgubre conciencia tenían cabida ese solo callejón y el instinto —mitad placer, mitad temor atávico— de beber rápidamente, no fuera que de pronto otro perro callejero la asaltara.

Freefoodphotos, Glass bottle of cows milk, 2022. Vista aquí.

Signo de agonía fue, en los días terminales, que ya no quisiera leche, otrora objeto central de su apetito. Ciertamente no bajaba a la cocina, pero tampoco tomaba de la que le subía Antonia. Había sido la recámara principal, y específicamente el sofá —donde Antonia leía y desde donde veía televisión—, el centro del limitado mundo espacial de la Tacha. Ahí había morado en sus días de juventud: a la izquierda de la dueña de sus días, ya alerta, ya dormida a pierna suelta; en el habitáculo bajo el contiguo buró, territorio de aislamiento, o en la cama, concretamente a los pies de Eduardo, a quien mostraba así consideración. Ahí permaneció también en las semanas finales: mal oxigenado, su entendimiento la mantenía de pie, precariamente, en algún punto anómalo de la cama; alineada con el anguloso borde, mal guardando el equilibrio y confundida, o sobre una almohada, a menudo sola. Y ahí estaba, acuosa la mirada, cuando Antonia subía de la cocina con la leche. Pero no reaccionaba, le daba el sentido de las cosas sólo para percibir algo parecido a madre, y en lo remoto algo desear, por lo que Antonia debía dársela a cucharadas, evitando que escapara por una comisura, o por la otra. Muchas veces la muerte había ocupado ese cuarto —había habitado a un cuerpo apenas vivo, corroído un juicio, sobre esa cama, sacudido a un gatito hasta sacarle el alma— y ahora venía por la perra Anastasia, de la casa de los Ortiz Monasterio, oh condición terrenal.

 Robert Leighton, lámina de The new book of the dog, 1907. Vista aquí.

Podíamos cerrar los ojos a la inminencia de la muerte de Tacha a fuerza de saciarla de leche, pero su sedentarismo, el fin de su asidua marcha tras Antonia, ¿cómo disimularlo?, ¿cómo persuadirnos de que no era signo de fin? Muchas veces habíamos llamado al doctor veterinario, verdadero hipocrático, quien con una mezcla de fe y voluntarismo que hacía eco de los nuestros la había intervenido, para sacar de su intricada caja toráxica quistes, bolas de pelo y demás cuerpos extraños, cirugías de las que la flaca de la Tacha se sobreponía con el nervio delgado de los pobres, de los humillados y ofendidos. Ahora, sin embargo, nos había dicho el doctor que había llegado su fin, que —explicaba entre líneas— nada ni nadie podía contrarrestar el hecho de que Anastasia ya no siguiera a madre, que con ello justamente la grave, hermosa vida había querido escribir la última línea del Libro de Tacha.

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Javier Marías, 1951-2022

Como alguno de sus personajes, el notable autor español Javier Marías ha muerto de manera inesperada. No más novelas vagas y recurrentes, no más diatribas vitales, no más traducciones buenas de su máquina de escribir. Adiós a su lucidez, a sus corrientes ocultas, a su remota ternura. La liebre lo despide con un ensayo aparecido en la revista Nexos hace tiempo. Descanse en paz.

Javier Marías. Foto de la RAE, vista aquí.

El malestar de Marías

La obra de Javier Marías es una de recurrencias. Temas como el de los secretos y su develamiento, la muerte en cuanto precipitante (no la muerte que ha sido anticipada, sino la que trastorna y redefine) y el triángulo amoroso son parte de un eterno retorno. Son accidentes mayores del terreno existencial en el que se desarrollan las historias.

Marías fijó el catálogo de sus preocupaciones desde El hombre sentimental, al menos, y a partir de entonces no ha hecho sino desarrollarlo. No quiero decir con esto que se repita con monotonía —aunque evidentemente su narrativa transcurre como una larga salmodia y tiene un efecto hipnótico similar—. Entre una novela y otra hay cambios temáticos, pero éstos no se deben a vuelcos completos. Son resultado, más bien, de las variaciones en el peso relativo de unos cuantos asuntos.

Así, el tema del secreto, necesario en El hombre sentimental, cobra su entera dimensión en Corazón tan blanco, que gravita en torno a un ocultamiento. El triángulo amoroso abarca toda la obra del escritor, pero en Mañana en la batalla piensa en mí es orgánico. Mientras que el asunto de la suerte domina en El siglo, en novelas posteriores destaca más como medio que como fin. Marías acomete siempre el mismo paisaje humano, pero desde distintas perspectivas, de tal forma que un elemento plegado al fondo en una novela se acerca y cobra prominencia en una obra posterior, por efecto de un gradual desplazamiento, mientras que otro retrocede a un segundo o tercer plano.

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Más de lo que parece

¿Cuánto cabe en unas pipas, en tres minutos y medio, en π?

Pipas, de Manuela Moreno (Momento, España, 2013, 4 min.)

Hay historias que lo deben casi todo a sus protagonistas. Que perderían, sin ellos, su sustancia, su pulpa. Pipas es una de esas historias. Basta que corra el video unos cuantos segundos para quedar por completo fascinados con las chicas, una suerte de pareja dispareja que no hace otra cosa que pasarla sentada, comer pipas (semillas de girasol) y platicar apática, casi abúlicamente. Los escasos tres minutos y medio del metraje resultan al mismo tiempo muy satisfactorios e insuficientes. Uno se queda con ganas de seguir oyéndolas.

A primera vista son desafectas, indolentes. Mantienen alto el mentón, miran fastidiadas a ninguna parte, escupen groseramente los restos de las semillas, sonríen socarronamente, tuercen la boca con asco, fruncen, levantan las cejas, dicen lindas palabrotas, se responden con desdén, la toma angular las hace darse un poco la espalda. Chicas malas con paisaje de grafiti.

Pero muy pronto también esa cáscara se agrieta y alcanzamos a mirar un contenido más tierno. Advertimos, por ejemplo, que se tratan con confianza, que no les importa aburrirse juntas, que comparten motoneta, es una amistad larga, tal vez de toda la vida. Que en el fondo aún albergan depósitos de inocencia, bobería o ingenuidad: lucen accesorios, estampas, colores infantiles o púberes (los pasadores cruzados, el arete de estrella, la Hello Kitty, el rosado…); se ven sanas, sin vicios; no se saben ignorantes ni entienden, mucho menos, que conviene disimular la necedad; sobreactúan la mala actitud, como para compensar, por ejemplo cuando Pi se recarga a sus anchas luego de que su amiga dice que la ve tranquila. Advertimos que, incluso en palabras de la chica, la escena de la cama es, ni modo, encantadora, romántica si las hay, que Pi sí es la constante matemática y no las primeras letras de una supuesta Pilar, algo que la sudadera mostaza y su símbolo, extraña, cósmicamente, confirman. Que Paco ni por asomo se «la está pegando», que la quiere y ella lo quiere a él.

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