Más de lo que parece

¿Cuánto cabe en unas pipas, en tres minutos y medio, en π?

Ver entrada para suscribirse al boletín del sitio.

Pipas, de Manuela Moreno (Momento, España, 2013, 4 min.)

Hay historias que lo deben casi todo a sus protagonistas. Que perderían, sin ellos, su sustancia, su pulpa. Pipas es una de esas historias. Basta que corra el video unos cuantos segundos para quedar por completo fascinados con las chicas, una suerte de pareja dispareja que no hace otra cosa que pasarla sentada, comer pipas (semillas de girasol) y platicar apática, casi abúlicamente. Los escasos tres minutos y medio del metraje resultan al mismo tiempo muy satisfactorios e insuficientes. Uno se queda con ganas de seguir oyéndolas.

A primera vista son desafectas, indolentes. Mantienen alto el mentón, miran fastidiadas a ninguna parte, escupen groseramente los restos de las semillas, sonríen socarronamente, tuercen la boca con asco, fruncen, levantan las cejas, dicen lindas palabrotas, se responden con desdén, la toma angular las hace darse un poco la espalda. Chicas malas con paisaje de grafiti.

Pero muy pronto también esa cáscara se agrieta y alcanzamos a mirar un contenido más tierno. Advertimos, por ejemplo, que se tratan con confianza, que no les importa aburrirse juntas, que comparten motoneta, es una amistad larga, tal vez de toda la vida. Que en el fondo aún albergan depósitos de inocencia, bobería o ingenuidad: lucen accesorios, estampas, colores infantiles o púberes (los pasadores cruzados, el arete de estrella, la Hello Kitty, el rosado…); se ven sanas, sin vicios; no se saben ignorantes ni entienden, mucho menos, que conviene disimular la necedad; sobreactúan la mala actitud, como para compensar, por ejemplo cuando Pi se recarga a sus anchas luego de que su amiga dice que la ve tranquila. Advertimos que, incluso en palabras de la chica, la escena de la cama es, ni modo, encantadora, romántica si las hay, que Pi sí es la constante matemática y no las primeras letras de una supuesta Pilar, algo que la sudadera mostaza y su símbolo, extraña, cósmicamente, confirman. Que Paco ni por asomo se «la está pegando», que la quiere y ella lo quiere a él.

Seguir leyendo

El cielo sobre Oaxaca

(Una versión más breve de este ensayo apareció originalmente en Nexos.)

En este espléndido corto de Ángeles Cruz, un hombre de campo y una anciana peregrinan. ¿Van camino de un desfiladero o de la salvación? Ambas cosas.

Arcángel, de Ángeles Cruz, también disponible en FilminLatino. Recomiendo ver el corto antes de seguir leyendo.

Condena

En este cortometraje, Arcángel lleva a Patrocinia a la ciudad de Oaxaca para buscarle lugar en un asilo. Él es un campesino de unos cincuenta años. Está perdiendo la vista. Patrocinia, una anciana que no puede caminar. Vienen de una pequeña comunidad en la sierra. Arcángel es el recuento de las dificultades que enfrentan en este viaje. Los criterios de admisión, que excluyen a la gente incapacitada. La Babel de la papelería burocrática. La apatía de quienes los atienden. El favoritismo. La pobreza, sobre todo, que es lo que orilla a Arcángel a procurar el albergue y complica como un nudo en los tobillos cada paso. Duermen en la estación de autobuses. Les regalan comida. Solamente los perros callejeros —entrevemos en un cuadro— sufren mayores penurias.

Todas las imágenes provienen de Arcángel (Ángeles Cruz, dirección y guion; Lola Ovando, producción ejecutiva; Carlos Correa, dirección de fotografía; César Palafox, dirección de arte; con Noé Hernández y Patrocinia Aparicio; Imcine, México, 2018).

Pero más allá de esta dermis argumental, el corto es una íntima exploración de los lazos entre Arcángel y «Pato». Al campesino y la mujer los aglutina como muégano un amor de madre e hijo. Para ir de un lado a otro, Arcángel la lleva a cuestas. Cuando bajan del autobús, cuando van de la estación hasta la casa hogar en la iglesia principal, cuando vuelven a la estación para pasar ahí la noche, invariablemente carga con ella sobre la espalda. Se vale de un rebozo, la envuelve en una cobija. Si la anciana desciende de esa suerte de refugio es sólo para comer del taco que él le da afuera de una casona, al ras de la banqueta. Ni siquiera en el área de oficinas del asilo se separan. Se la queda en las piernas, para así levantarla de nuevo en brazos. Sabemos que en el campo, los mercados, las calles, el rebozo se emplea como un segundo vientre. Cavidad de protección, de abasto, de sostén. El de Arcángel también lo es, aunque de signo inverso. Biológicamente, porque aquí quien aloja y preserva la vida es un hombre. Generativamente, porque el hijo contiene a la madre. Cronológicamente, porque ella es vieja.

Seguir leyendo
A %d blogueros les gusta esto: