Buenos cortometrajes en español

Éstas son las primeras nueve recomendaciones comentadas de lo que ojalá pueda llegar a ser un inventario útil de cine breve hispanoamericano. Abarcan el documental y la ficción, la comedia y el drama, numerosas circunstancias de vida, y un puñado de países: México, Cuba, Chile y Argentina. Todas las películas, excepto una, que se esfumó de pronto, pueden verse en internet.

Pipas

De Manuela Moreno, con Marta Martín y Saida Benzal (Momento, España, 2013, 4 min.)

Hay historias que lo deben casi todo a sus protagonistas. Que perderían, sin ellos, su sustancia, su pulpa. Pipas es una de esas historias. Basta que corra el video unos cuantos segundos para quedar por completo fascinados con las chicas, una suerte de pareja dispareja que no hace otra cosa que pasarla sentada, comer pipas (semillas de girasol) y platicar apática, casi abúlicamente. Los escasos tres minutos y medio del metraje resultan al mismo tiempo muy satisfactorios e insuficientes. Uno se queda con ganas de seguir oyéndolas.

A primera vista son desafectas, indolentes. Mantienen alto el mentón, miran fastidiadas a ninguna parte, escupen groseramente los restos de las semillas, sonríen socarronamente, tuercen la boca con asco, fruncen, levantan las cejas, dicen lindas palabrotas, se responden con desdén, la toma angular las hace darse un poco la espalda. Chicas malas con paisaje de grafiti.

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Salón Royale

De Sabrina Campos, con Julia Marina Bellati, Julieta Zylberberg y Luciana Lifschitz (Robot, Argentina, 2011, 14 min.).


El corto toma su nombre del salón de eventos al que se dirigen en auto las mujeres de la historia. Pero en la dirección que ellas mencionan, Venezuela 3300 esquina con Virrey Liniers, Buenos Aires, lo que hay en el mundo real es un salón de belleza. No creo que sea casualidad, no en una obra tan redonda. Además de señalar una suerte de epicentro geográfico y argumental, el título, Salón Royale, cifra uno de los temas principales de la cinta: la apariencia femenina, el valor que se le da y los cambios que experimenta por efecto del tiempo y los tratamientos.

Las amigas tienen unos treinta y tantos años, se han arreglado a conciencia y se ven monas. Sin ser personajes estereotípicos —las tres logran relieves y matices de carácter a pesar de la brevedad de la cinta—, sí se corresponden con ciertas categorías y, lo que es más importante, ciertos roles de las largas amistades: fuerte, realista, meridiana, «tómalo o déjalo», apenas tolerante, la primera; otra, la guapa del grupo, eje de la atención y volcada en sí misma pero desestructurada, extraviada; y la tercera, alegre, complaciente, buena gente. El problema: Ana, la guapa, se entera ahí mismo, en el coche, que a la fiesta va Lucas, su expareja. Ha pasado año y medio desde que se separaron pero la noticia le cae como balde de agua fría. Se le descompone el rostro, interroga, pierde el hilo, dice y asegura que no le importa. Nadie le cree. Mucho menos sus amigas. Basta verlas gesticular para comprender que Anita se desploma. Sabemos bien que el tal Lucas acudirá a la fiesta y que el corto mostrará esa caída. La cuestión no es el qué, es el cómo.

Basta verlas gesticular para comprender que Anita se desploma. Sabemos bien que el tal Lucas acudirá a la fiesta y que el corto mostrará esa caída.

A Salón Royale parece faltarle el segundo acto, el del nudo o desarrollo. En realidad, el segundo acto se aloja en los otros dos. Todo lo que hay que saber de la fiesta se menciona en el auto, ya sea de ida o de regreso. Éste es quizás el mayor mérito de la cinta: su riqueza semántica, puesta siempre en un lenguaje audiovisual natural. Y claro, el trabajo de Bellati, Zylberberg y Lifschitzlas. El espléndido guion saca lo mejor de ellas, y ellas lo mejor del guion. Este corto es «[…] la zozobra de tres mujeres que empiezan a descubrir que la vida [o al menos la juventud y una idea de la belleza] se les va […]», concluye Cortosfera. De clara estirpe teatral, Salón Royale ocurre enteramente en un viejo Dodge, clásico argentino cuyos días de gloria han quedado atrás. Si la cinta no deprime es porque hace reír.

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Arcángel

De Ángeles Cruz, con Noé Hernández y Patrocinia Aparicio (Imcine, México, 2017, 17 min.)


Arcángel, un campesino, llega a Oaxaca con nana Patrocinia. Él se está quedando ciego. Ella no puede caminar y sólo lo tiene a él. Arcángel debe ingresarla en un asilo antes de perder la vista. Pero ni la institución ni los lazos que los unen facilitan las cosas. Al final, él tendrá que elegir el menor de dos males. Arcángel sigue el periplo del campesino y la anciana por las calles de Oaxaca mientras buscan la admisión; retrata con suma atención la relación entre los dos personajes, honda y llena de matices, y propone un desenlace dual, una solución que es a la vez aciaga y venturosa. Nada falla en este corto. Al contrario, todo abona. En especial la actuación de Noé Hernández como el vástago guardián que no obstante necesita la bendición de la madre; la persona de Patrocinia Aparicio; la entretela religiosa, de poderoso efecto; el score de Pasatono, de bellísimo remate, y el ojo de Carlos Correa detrás de la cámara. Éste es, en mi opinión, uno de los mejores cortometrajes hispanoamericanos de los últimos años.

(Aquí, una revisión más amplia de este filme.)

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1 ambiente, PB, sin luz

De Emiliano Di Giusto, con Pablo Pérez (EDG Films, Argentina, 2014, 14 min.)


Un agente intenta vender un departamento chico, descuidado y oscuro en Buenos Aires. Haciendo acopio de fuerza y ánimos, conduce a diferentes clientes por el monoambiente. La pareja de recién casados, el papá con el muchacho que quiere dejar el nido, dos mujeres mayores, etcétera, pasan de la habitación a la apretada cocina y a continuación al baño en un claro ejemplo de claustronáutica. El vendedor es locuaz y suda la camiseta pero los inconvenientes del inmueble sobresalen. Ante la falta de luz, o el ruido del elevador contiguo, o el deterioro del piso de linóleo, o la falta de bidé, no le queda más remedio que presentar razones y apreciaciones ágiles —vendedor al fin y al cabo— pero un tanto ridículas cuando no de plano absurdas.

A esta charlatanería se debe mucho del humor de la cinta. Tras recibir a los primeros clientes y anunciarles que el espacio es ideal para ellos, lo mejor que consigue presumir es la pared. «Las paredes [percute la del fondo]. Paredes sólidas, ¿eh?… Un placarcito con puertas de vidrio. Detalles, de decoración […].» Pero el humor también está en la identificación entre el vendedor y el lugar. Él es de estatura media, no se ha peinado bien, la ropa le queda grande, los zapatos le vienen mal, se afana pero desluce. Abogar por el inmueble es un poco como abogar por sí mismo. El inmueble le confiere carácter al personaje, y el personaje al inmueble.

La película se vale de recursos mínimos: un buen actor cómico y varios más amateurs, una sola cámara, un solo set, y además sin decoración, música de archivo, un buen guion, tomas divertidas. Mínima, sencilla, algo desaliñada, la película hace honor al vendedor y al inmueble, coprotagonistas. Los tres son encantadores, o cuando menos los son a los ojos del improbable comprador, uno que consigue ver más allá de lo evidente, y de algunos espectadores incautos.

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Las cosas simples

De Álvaro Anguita, con Catalina Saavedra, Ana Reeves y Carlos Felipe Montero (Equeco, Chile, 2015, 27 min.)


Penélope es una mujer soltera de edad madura y tiene un problema. Como no ve la salida, dobla la apuesta. En efecto, su madre, con quien vive en una casa modesta de Machali, en la región de O’Higgins, Chile, padece Alzheimer. La vida a su lado es dura. Además de atender sus muchas necesidades, debe escucharla llamar una y otra vez a Ulises, el difunto marido. La voz de la vieja le cala el oído —es infantil e irritante— pero también el ánimo, recordatorio de las cosas perdidas y la realidad que vive. Por si esto fuera poco, Penélope trabaja. ¿La solución? Traer de vuelta a Ulises.

Cuando un carabinero lleva a la municipalidad, donde ella atiende una ventanilla, a un anciano extraviado que ha perdido la memoria, se le ocurre la maniobra. Busca al hombre en la alameda, luego de que la autoridad se limitara a abrirle un registro, lo alimenta y, por lo bajo, se lo lleva a casa. Con mucha naturalidad, los ancianos retoman la relación ahí donde la habían dejado.

Melancólico y cómico por partes iguales, este corto se refiere a la invención no como falacia sino como un laboratorio de la verdad, un espacio alternativo para ensayar e incluso catalizar sentimientos.

Melancólico y cómico por partes iguales, este corto se refiere a la invención no como falacia sino como un laboratorio de la verdad, un espacio alternativo para ensayar e incluso catalizar sentimientos. Con los servicios que presta el nuevo Ulises, Penélope soluciona un problema práctico y recupera el aire. Pero el truco, sobre todo, restablece un circuito emocional que la involucra a ella y que tendrá efectos duraderos.

Éste es un cortometraje sencillo: lineal, sin mayores claves de interpretación —aunque la referencia a la Odisea es significativa—, visualmente convencional, inmediato. Pero la idea original es muy buena, y tanto el director como los actores, especialmente Saavedra y Montero, la desarrollan con ingenio y sensibilidad.

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Café Paraíso

De Alonso Ruizpalacios, con Tenoch Huerta y José Sefami (Imcine, México, 2007, 11 min.)


Entre las freidoras, estufas y gabinetes del Paradise Café, un restaurante en el este de Los Ángeles, California, Uziel «Gallo» López renuncia a su empleo de ayudante de cocina. O al menos eso pretende. Muy pronto nos damos cuenta de que sólo está ensayando y el supuesto jefe es en realidad otro trabajador. Se queja de la explotación, de las malas condiciones laborales, de que nunca hay toilet paper. Las razones de Gallo son válidas, pero su renuncia es mala. No convence. Le falta garra o fuerza actoral.

Café Paraíso es un llamativo estudio en blanco y negro sobre el trabajo inmigrante y sus dificultades, pero es también un juego de cajas chinas, cine que habla de uno de sus componentes principales, la actuación. El corto halla diestramente su solución ahí donde convergen estos dos asuntos: la vida real, con sus padecimientos, y la actuación. Distingue entre la actuación que emana de la experiencia y sirve así de catarsis y la actuación como don o técnica puramente; presenta a la actuación (y con ella el arte en general) como vía al conocimiento, de un mismo y del mundo; y advierte que ella no basta para cambiar la realidad, que, apenas nos distraemos, el peso de la existencia vuelve a engullirnos como una ola.

Este corto vale tanto por el duelo de actuaciones entre Tenoch Huerta y José Sefami como por el planteamiento y la realización de Ruizpalacios.

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Esperanza del Oriente

De Patricia Albornoz (ADRA Bolivia, Chile, 2013, 15 min.).


Con su cámara al hombro y poco más, la creadora sigue el viaje de Esperanza del Oriente, una embarcación precaria que lleva atención médica a los pueblos indígenas que habitan los márgenes de los ríos Bani y Madre de Dios en la selva amazónica de Bolivia. Además del operador y sus ayudantes, abordo del bote van dos o tres doctores de ADRA, una ONG confesional. Antes utilizaban una «lancha» más grande y potente. Ahora deben conformarse con una versión disminuida de la Esperanza. Avanzado cierto trecho, la corriente y las playas impiden que el barco siga. Los doctores continúan en deslizador hasta Portochuelo, comunidad de indígenas ese’ejja. Ahí, dan consulta gratuita y proporcionan medicinas. A un pequeño con un quiste en la frente, a una anciana que padece de las vías urinarias, a la bebé de una adolescente, a una chica desnutrida. Al terminar, levan anclas, con rumbo desconocido.

Éste es un documental sin mayores pretensiones, se diría incluso que limitado. Carece, por diseño, de fuerza dramática. Sus recursos técnicos son mínimos. Tiene inconsistencias estilísticas. No transgrede. Por si esto fuera poco, cumple un fin promocional. Habla de la labor de la organización que lo ha producido, ADRA.

Todo esto nos interna, río arriba, en un espacio y un tiempo —la Amazonia boliviana— y constituye el sentido íntimo de la cinta: un barco desmejorado es la esperanza del oriente.

Pero Patricia Albornoz logra algo muy cinematográfico. La longitud de las tomas y su lánguida secuencia; la caracterización de la Esperanza y su misión mediante ángulos a veces diagonales (que, en conjunción con la lente, confieren al barco cierta grandiosidad, así sea irónica) y a veces frontales; la elección de los personajes y testimonios; la presencia general de las aguas y la selva; la paleta cromática por doquier; la producción de audio, que entrevera el canto de un pájaro y los silbidos de un hombre para asimilarlos, que hace sonar el motor y sus trabajos forzados, que registra las voces y las lenguas de los indígenas: el ese’ejja, el español, el llanto y las risotadas de los niños. Todo esto nos interna, río arriba, en un espacio y un tiempo —la Amazonia boliviana— y constituye el sentido íntimo de la cinta: un barco desmejorado es la esperanza del oriente, de una región que comprende casi el sesenta por ciento del territorio nacional, y de decenas de miles de pobladores originarios. Así lo sugiere una de las primeras tomas —la de la nave que, persistente pero limitada, apenas logra remontar la corriente, mientras ostenta su epíteto heroico— y así lo refuerza el resto de la película. La Esperanza del Oriente se erige en símbolo de una empresa descomunal.

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Ni una sola palabra de amor

De Javier Rodríguez, con Andrea Carballo, Un Toallón & Una Toalla, Argentina, 2011, 8 min.)


En el centro de este corto está el cassette anónimo que alguien halló dentro de una máquina contestadora en el mercado de pulgas. El cassette contenía los mensajes que una mujer de mediana edad llamada Teresa dejó a Enrique, su pareja, a lo largo de un sábado durante una separación. Javier Rodríguez tomó esas grabaciones y, de la mano de la actriz Andrea Carballo, creó una serie de escenas. La voz, inalterada, es la de la grabación. Todo lo demás —el físico, la estampa, la presencia— pertenece a la actriz, que gesticula al compás de la voz.

Las diez escenas, una por mensaje, ocurren en el mismo espacio: un rincón de sala de estar con dos butacas cómodas, su mesita redonda y, en ella, una lámpara encendida, o sea el área reducida donde iba el teléfono en las casas acomodadas de antes. Si el pesado aparato no se ve sobre la mesa es porque es innecesario. La obra entera —la edición, que abre y cierra las escenas con black outs intermitentes en perfecta sincronía con los tonos típicos de la contestadora; los recados magnéticos; la ambientación— lo implica. El teléfono y los audios constituyen la esfera donde ocurren las escenas. No son un elemento más. Son el recipiente mismo.

Sabemos desde un principio, porque así lo señalan los créditos de apertura, que la voz es auténtica. Esto vuelca la atención sobre el acoplamiento, la forma en que voz e intérprete se ensamblan. Rodríguez y Carballo no eligen un acoplamiento exacto. Ni el movimiento de boca coincide con el sonido totalmente, ni la representación es literal. Muy al contrario, hay ironía en el papel, una mezcla de afectación y sobreactuación que parodia y da lugar al registro cómico del filme. Otro tanto consigue el diseño de producción. Y como no hay concordancia, el hecho de que estamos ante una actriz actuando salta pronto a la vista. Lo mismo que los conflictos de pareja y los sinsabores de la separación, el proceso actoral es uno de los asuntos de este divertimento. Ni una sola palabra de amor es cine que habla del cine, atisbo a la relación entre el intérprete y su materia.

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El cementerio se alumbra

De Luis Alejandro Yero (Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano / Escuela Internacional de Cine y TV, Cuba, 2018, 14 min.)


El término documental, con que el mismo director clasifica este corto en su portafolios web, y que diferentes fichas y comentarios críticos reproducen, resulta impreciso o insuficiente. El material de trabajo de El cementerio se alumbra es, efectivamente, la realidad: sitios, cosas, animales y personas verdaderos. Ciertos planos son del todo naturales, o al menos eso aparentan, sin otra interferencia que la de la cámara.

Pero hay tomas y secuencias de talante natural que sin duda requirieron que los personajes improvisaran, que en alguna medida se actuaran a sí mismos. Y lo que es más importante: la materia es documental, mas no así el procedimiento ni la intención. Luis Alejandro Yero toma todo ese metraje más o menos auténtico, lo discierne, lo organiza como el poeta organiza en espacios y tiempos las imágenes, y lo pone en movimiento para producir una obra primordialmente estética. Escribió Natalia López, con motivo del FICUNAM: en este cortometraje «los planos se conectan uno con otro de manera sensorial y metafórica, presentándonos personajes y lugares que parecen existir en un tránsito mortuorio, en un limbo de una densa y poética atmósfera».

Luis Alejandro Yero toma todo ese metraje más o menos auténtico, lo discierne, lo organiza como el poeta organiza en espacios y tiempos las imágenes, y lo pone en movimiento para producir una obra primordialmente estética.

Más que un ensayo audiovisual, El cementerio se alumbra es una meditación (si cabe la diferencia), una reflexión abierta sobre la vida y la muerte, la juventud y la vejez, el eros de los muchachos que palpitan, fuera de sí, en la pista de baile, y el tánatos de la espera, la melancolía y el coraje ancianos. En el centro, la madurez, el adulto que ha olvidado el arrebato pero aún juega, el fiel de la balanza. Tan ancha es la meditación que incluso da cabida a la sugerencia y la nostalgia políticas, a la epopeya de la Revolución y su caída. Todo en clave de dualidad, pero de ninguna forma una dualidad pendiente, sino un lento remolino, la vida en la tierra como síntesis de los opuestos.

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Meul, Coeur humain, 2008 (licencia).

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