Regreso al nido de flores

Algunas ideas sobre la pintura de Marian de la Serna

Una pasión no es algo que se persigue. Es algo que nos persigue. La arquitectura, las matemáticas, los negocios, los souvenirs deportivos, un suborden de los lepidópteros. No importa cuánta distancia interpongamos, ni cuánto se empeñe la vida diaria en distraernos. Las pasiones nunca dejan de acecharnos. 

Marian se volcó al arte cuando mediaba la década pasada. No fue un descubrimiento. Fue el sello definitivo de una larga relación. Siempre había pintado. En la hoja de papel que ceden los padres a condición de aprovecharla, en un número impreciso de lienzos, en el paño infinito de la imaginación. Se formó bajó la guía de notables creadores en la Ciudad de México, donde nació, y en academias y talleres de Colorado, British Columbia y Chihuahua. Se preparó en silencio de la única manera posible: practicando. A lo largo de este tiempo, acumuló un rico acervo de estudios, experimentos, frustraciones, satisfacciones secretas. Y cuando llegó el momento, finalmente, se rindió. Le había dicho alguna vez a esa pasión: “¿Me quieres? Está bien. Pero debes esperar”. Ahora le decía: “Aquí estoy”.

El trabajo artístico de De la Serna propone un feliz reencuentro con variadas culturas, movimientos, técnicas y autores. Desde la luz veneciana de Monet y las mareas florales de Legard hasta el genio nacional de Gerardo Murillo, que la pintora recrea mediante una lograda superposición de planos en un paisaje con volcán y cúpula. Desde el estilizado arte arborescente japonés, de equilibrios sutiles y movimiento afligido, hasta el empleo cándido pero eficaz del color de un Hockney, puesto aquí al servicio del autorretrato, y la vertiente abstracta de Richter, que ella transforma en una conflagración de claridad y nubes. Desde el inquietante manejo de la luz de Giorgio de Chirico hasta las ondulantes formas vegetales de Manuel González Serrano o Diego Rivera.

Marian ensaya en su obra las dicciones plásticas de los grandes maestros, los escucha y repite con voz propia lo que han dicho visualmente —¿hay otra manera de volverse artista?— pero también ejerce cierta violencia: somete los elementos ajenos a una presión y una temperatura propias, es decir los vuelve suyos. Mímesis y génesis. En los arreglos florales, por ejemplo, opta por una perspectiva superior, una toma cerrada pero aérea que, en juego con la paleta cromática y la fluida composición, se resuelve en sugerentes close-ups, justo en la frontera entre la escala antropológica y la escala biológica. O también en las marinas, que lejos de retratar horizontes dilatados, que den cuenta de la magnitud y la magnificencia de los océanos, como es común, se concentran en una breve parcela, una donde es posible la intimidad. O incluso en aquel pedazo de cielo y nubes en clave abstracta, libre de todo contexto, de cualquier asidero que permita a quien lo ve dimensionarlo, como esas figuritas de pastores en los grandes paisajes neoclásicos, unidades de medida que servían para calcular la enormidad.

Marian ha dedicado sus cuadros más personales a la naturaleza, su otra pasión. Pero no a la naturaleza grandiosa. No al océano exaltado, ni al valle perdurable, ni al vasto firmamento, sino al recodo íntimo, al claro en medio del bosque, al ovillo de flores. Más que deidad e imperio y omnipotencia, para Marian de la Serna la naturaleza es un lugar de recogimiento: seno, regazo, madre. Con devoción, con amor de hija eterna, la retrata acogedora, harta de vida, serena.

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Más de lo que parece

¿Cuánto cabe en unas pipas, en tres minutos y medio, en π?

Pipas, de Manuela Moreno (Momento, España, 2013, 4 min.)

Hay historias que lo deben casi todo a sus protagonistas. Que perderían, sin ellos, su sustancia, su pulpa. Pipas es una de esas historias. Basta que corra el video unos cuantos segundos para quedar por completo fascinados con las chicas, una suerte de pareja dispareja que no hace otra cosa que pasarla sentada, comer pipas (semillas de girasol) y platicar apática, casi abúlicamente. Los escasos tres minutos y medio del metraje resultan al mismo tiempo muy satisfactorios e insuficientes. Uno se queda con ganas de seguir oyéndolas.

A primera vista son desafectas, indolentes. Mantienen alto el mentón, miran fastidiadas a ninguna parte, escupen groseramente los restos de las semillas, sonríen socarronamente, tuercen la boca con asco, fruncen, levantan las cejas, dicen lindas palabrotas, se responden con desdén, la toma angular las hace darse un poco la espalda. Chicas malas con paisaje de grafiti.

Pero muy pronto también esa cáscara se agrieta y alcanzamos a mirar un contenido más tierno. Advertimos, por ejemplo, que se tratan con confianza, que no les importa aburrirse juntas, que comparten motoneta, es una amistad larga, tal vez de toda la vida. Que en el fondo aún albergan depósitos de inocencia, bobería o ingenuidad: lucen accesorios, estampas, colores infantiles o púberes (los pasadores cruzados, el arete de estrella, la Hello Kitty, el rosado…); se ven sanas, sin vicios; no se saben ignorantes ni entienden, mucho menos, que conviene disimular la necedad; sobreactúan la mala actitud, como para compensar, por ejemplo cuando Pi se recarga a sus anchas luego de que su amiga dice que la ve tranquila. Advertimos que, incluso en palabras de la chica, la escena de la cama es, ni modo, encantadora, romántica si las hay, que Pi sí es la constante matemática y no las primeras letras de una supuesta Pilar, algo que la sudadera mostaza y su símbolo, extraña, cósmicamente, confirman. Que Paco ni por asomo se «la está pegando», que la quiere y ella lo quiere a él.

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¿Qué son los sueños?

Una tentativa de definición de este esquivo fenómeno.

Extracto de I. Ortiz Monasterio, «Jean Toomer’s ‘Kabnis’ and the Language of Dreams», The Southern Literary Journal, vol. 38, núm. 2, 2006, págs. 19–39.

Ante todo, un sueño es una ilusión, algo que ocurre en la mente de la persona que duerme. Los sueños no son reales, son obra de la fantasía, pero “perceptivamente, al durmiente le parecen siempre reales” (Antrobus 98). Los sueños son visuales: están hechos de imágenes claras y brillantes (íbid.), pero en ellos hay también percepciones de otros tipos. Se «oyen» sonidos, los objetos se «tocan». A veces, más que la percepción en sí, lo que aparece es su significado. Así, sin escuchar necesariamente las palabras, la persona entiende lo que le dicen.

También ocurre que el soñador tiene pensamientos y emociones, algunas de ellas intensas. Quien sueña, por ejemplo, puede ver a un extraño en la cocina y sentir mucho miedo. Las emociones asociadas a los sueños son en su mayoría negativas. Con frecuencia, constituyen la extensión de emociones recientes, cosas que sintió la persona durante el día, pero, como creía Freud, también se puede tratar de emociones largamente reprimidas.

Cottonbro, sin título, 2021. Vista aquí.

Aunque no albergan historias propiamente, los sueños asemejan fábulas, «series de imágenes cuyo desarrollo equivale a un drama más o menos continuo” (Grison 960). Este drama y sus elementos (los personajes, sus emociones, pensamientos y actos; los lugares; los objetos; la relación que guardan) rara vez son normales y lógicos desde el punto de vista de la conciencia. Gente, objetos y hechos extraños surgen y desaparecen; las identidades varían de una escena a otra; diferentes personajes representan facetas distintas de un mismo individuo. Nada puede darse por descontado. Para Freud, la rareza de los sueños disimulaba ideas y sentimientos aterradores (Antrobus 100).

El soñador se sumerge por completo en la lógica de los sueños, en su «dramaturgia espontánea y descontrolada».

No importa cuán extrañas, retorcidas o irreales sean las imágenes, difícilmente sorprenden al soñador. Aun su propia conducta y apariencia le resultan normales. Y ni el discernimiento ni la fuerza de voluntad toman parte en sus acciones. El soñador se sumerge por completo en la lógica de los sueños, en su «dramaturgia espontánea y descontrolada» (Grison 960).

Sigmund Freud la renovó, pero la interpretación de los sueños se remonta a la antigüedad. Para muchas culturas clásicas, los sueños facultaban una visión de «lo otro» —de espíritus, lugares y tiempos distintos de los propios—. En cambio, para Freud, los sueños proponen una visión interior, la imagen de uno mismo. Los sueños contienen significados ocultos. El lenguaje de los sueños es, en suma, simbólico.

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OBRAS CITADAS

  • Antrobus, John. “Characteristics of Dreams.” Encyclopedia of Sleep and Dreaming. Ed. Mary A. Carskadon. New York: Macmillan, 1993.
  • Barasch, Frances K. “Theories of the Grotesque.” Encyclopedia of Contemporary Literary Theory. Ed. Irena Makarmyk. Toronto: U of Toronto P, 1993. 85–89.
  • Grison, Pierre. “Fuego.” Diccionario de los símbolos. Ed. Jean Chevalier and Alain Gheerbrant. Barcelona: Herder, 1999. 511–514.
  • Manfred, Weidhorn. “Dream.” Dictionary of Literary Themes and Motifs. Ed. Jean-Charles Seigneuret. Wesport, CT: Greenwood Press, 1988.
Francesco Ungaro, Encendido lámpara de araña, 2017. Vista aquí.
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