Bouguereau y la condena del academicismo

Desde la cima del arte, William-Adolphe Bouguereau cayó hondo. Durante la primacía de las corrientes modernas, desapareció del mapa y fue incluso aborrecido. Hoy, en cambio, Sotheby’s subasta uno de sus cuadros, La juventud de Baco, por hasta 35 millones de dólares.

William Bouguereau (1825-1905) nació y murió en La Rochelle, una pequeña ciudad al suroeste de Francia. Su familia, católica, provenía de Inglaterra y se dedicaba a la venta de vinos y aceitunas. En Mortagne, donde vivió con un tío sacerdote, se aficionó por «la naturaleza, la religión y la literatura» [1]. Asistió al seminario conciliar de Pons. Ahí, un discípulo de Jean-Auguste-Dominique Ingres, Louis Sage, le enseñó dibujo y pintura. Su formación continuó en la escuela municipal de arte de Burdeos, la Beaux-Arts de París y la Villa Medici de Roma.

Bouguereau en un retrato de Ferdinand Mulnier, c. 1870, The Metropolitan Museum of Art.

Inscrito en la corriente académica, Bouguereau pintó escenas anecdóticas, realistas y de temática mitológica. Plasmó sobre todo el cuerpo femenino. Aunque fue parte de los círculos dominantes de la plástica en Francia, su influencia europea se atenuó, hasta casi extinguirse, después de su muerte y conforme las técnicas y la sensibilidad modernistas se extendían. Fue incluso despreciado, en parte por razones estéticas, en parte por el poder que llegó a tener y el uso que le dio. Degas acuñó el término bouguereauter para referirse al acto de atersar las pinturas y pormenorizarlas al estilo del artista bordelés. Van Gogh lo tuvo por un «artífice bien pagado de cosas suaves, bonitas» (NYT). Joris-Karl Huysmans dijo: «Esto ya ni siquiera es porcelana, es lamida fláccida […], algo así como carne blanda de pulpo».

En décadas recientes, Bouguereau ha recuperado parte de su reputación. Salvador Dalí dijo admirarlo, lo contrastó con Picasso y contribuyó de esta manera a su redescubrimiento. En 1984, el Petit Palais le dedicó una exposición retrospectiva. La obra del francés ha sido preservada sobre todo en Estados Unidos. Mientras Bouguereau vivió, los coleccionistas de ese país se arrebataron sus cuadros. Gustaban particularmente de los lienzos pastorales.

Bouguereau, Tentación, 1880, Minneapolis Institute of Art.

Es verdad que muchas de las pinturas de Bouguereau pecan de afectación. Más que escenas del mundo y la imaginación, son escenificaciones. En la monotonía anímica de la gente retratada, en los gestos melodiosos, en el efecto grandioso de la luz, en cierta desconexión entre figura y trasfondo, en la idealización que borda en sentimentalismo, resuena una nota falsa. No hay pathos en estos óleos, no se mira en ningún lado, valga la paradoja, el dramatismo. Visual y anímicamente, son cuadros sin espesor, como si los años que dedicó Bouguereau a un taller de litografía lo hubieran aplanado, o como si la escuela neoclásica a la que perteneció tuviera que conformarse con ser copia de la idea de la cosa.

Consciente tal vez de esto, intentaba ahondar. El dolor que retrata Dante y Virgilio en el infierno (1850), por ejemplo, contrasta con la ventura tan común en otros cuadros. Los rostros de los guerreros —Giannini Schicci y Capocchio— son intensos. En general, el dramatismo ha sido descrito. Pero no logra conmover. Bouguereau indica la emoción a sentir, no la provoca. Otro tanto ocurre en Los primeros funerales (1888). No hay manera de intimar con los hombres y la mujer retratados. Su atonía y la sospecha de una pose nos hacen tomar distancia.

Bouguereau, Dante y Virgilio en el infierno, 1850, Musée d’Orsay.

Bouguereau tenía mal gusto para ciertas cosas o en ciertos momentos. Si la escena de Las ninfas y el sátiro (1873) satisface, es en parte porque el rostro y el temperamento de la mujer que ocupa el centro agradan. Véase en cambio un cuadro como La ola (1896), suma de desatinos. A la iluminación y la perspectiva artificiales se añade la ubicación equivoca de la muchacha desnuda, que encima de todo modela ineptamente y nos mira complacida pero sin lograr velar sus facciones más toscas. El semblante de la diosa en el Nacimiento de Venus (1879) es antipático.

Bouguereau, La ola, 1896, colección privada.

Bouguereau, sin embargo, hizo cuadros muy buenos. Además de lo dicho, en Las ninfas y el sátiro alienta el movimiento que se le negó en otras pinturas. Un remolino de acción articula a las figuras y, pese a los jaloneos, las congracia. Aunque el rostro de la ninfa de la izquierda no es fino, la inclinación y el giro de la cabeza sí que lo son. Aquí, la luz magistral que hace encarnar a la ninfa en el extremo opuesto no sugiere candilejas; no resulta para nada efectista. La paleta boscosa es en sí misma una lección de arte combinatoria. La escena, en fin, es bulliciosa e íntima por partes iguales.

Bouguereau, Las ninfas y el sátiro, 1873, Clark Art Institute.

En Hermanos bretones (1871), Bouguereau cometió muchas de las faltas que la crítica ha sabido reprocharle. De acuerdo con Jason Rosenfeld, este cuadro es ejemplo del realismo deslavado, populista y burgués, tipo Segundo Imperio, que desplegó el artista. Combina «[…] una superficie porcelanizada con [una dosis de] piedad religiosa provinciana […]», todo ello en los términos del estilo oficial [2]. La escena, además, con sus trajes típicos perfectamente dispuestos y las indicaciones bucólicas, parece estudiada. Algo tiene del montaje que molesta en otros óleos. Y no obstante me gusta. En la cara y la mirada de la hermana mayor hay timidez y recelo; en las piernas cruzadas y los pies descubiertos, la confianza de estar en su propia tierra; en sus manos y su seno, protección casi maternal. Envuelve al hermano menor, lo resguarda en su cuerpo, y a la vez se refugia detrás de él. Su cara, tal vez por esto, brilla menos, una sombra propiciatoria la abarca. El pequeño, en cambio, es todo luz. Nada esconde este semblante. Está tan seguro ahí que se entrega. Para que la vida le de un mordisco, como si fuera un fruto más, una de las manzanas que sostiene entre los dedos.

Bouguereau, Hermanos bretones, 1871, The Metropolitan Museum of Art.

El estado de cada uno de estos niños, la disposición que presenta en el cuadro, se debe lo mismo a su edad y la relación estrecha con el otro que al hecho de estar posando. El artista y nosotros lo miramos, lo evaluamos. Somos una presencia. Porque estamos justo ahí, la hermana envuelve, protege; el pequeño, resplandece. Somos un factor de la operación. Participamos de un instante a la vez público e íntimo.

Bouguereau llegó a pintar más de 800 cuadros. Se desconoce el paradero de muchos. La crítica de hoy en día prefiere sus retratos.

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