Unas semanas antes de regresar de Boston, donde viví tres años, visité por última vez el Museo de Bellas Artes de la ciudad. Iba camino del ala de pintura estadounidense cuando al fondo de un pasillo un motivo oriental me llamó la atención. El pasillo me condujo a un apartado, una serie de tres espacios relativamente chicos aunque muy esmerados, y en ese apartado, similar a la cámara donde el hombre rico esconde de la vista de la gente sus obras predilectas y las protege, descubrí una colección maravillosa.
En vitrinas propias de la filatelia y sus detalles, sobre paneles verticales u oblicuos, había doscientos, trescientos accesorios de espadas (vainas, pomos, collares, guarniciones, etcétera), casi todos adornados con diseños de belleza, técnica y minuciosidad inusuales. Reunidas bajo el título de Lethal Elegance, eran muestras escogidas del arte samurái del siglo XV al siglo XIX. Las más antiguas mostraban diseños sencillos —ideogramas, elementos vegetales, patrones poco complejos— y una factura imperfecta, pero muy pronto cedían a trabajos de mayor sofisticación e ingenio.
Ejemplo de la transición era una guarda circular de acero en cuyo espacio interior aparece un aspecto de un árbol, y en las ramas del árbol, separados, dos monos. La hendidura donde el guerrero samurái embocaba la hoja de la espada sobresale en el centro. Lo que vemos del pino es, al parecer, la parte más elevada, las alturas que, ligeras ya de ramas y follaje, se asocian más con los aires y el cielo que con la tierra.

Uno de los simios está en el lado izquierdo de la pieza. El otro en el derecho. Ambos miran hacia dentro. El mono de la izquierda parece resguardarse tras una rama y, con la mano levantada ante la boca, como quien busca secretear, comunica alguna idea a su cómplice. Éste, el de la derecha, también está sentado, pero en un punto más alto y sin que nada lo proteja. Y quizás el aspecto más soberbio de la obra, y el más significativo, son los gestos y la expresión física de este mono. Tiene puesta la mirada en la (proporcionalmente) enorme placa perforada que sirve de hendidura y que el árbol soporta. Los ojos, muy abiertos, y los marcados pliegues en el centro de la frente denotan asombro y desconcierto. Sin embargo, la mano que se levanta hacia la placa es signo de curiosidad. Y el brazo que descansa sobre una pierna, así como las manos inferiores, que se juntan a la altura de los dedos, buscándose, hablan de un temperamento confiado y dan ternura.

Más allá de darle vida a una figura, estos gestos delatan que la presencia de esa hendidura sobre el árbol está teniendo un efecto mayúsculo en los monos, que los asombra mucho, que es real y al mismo tiempo insólita. Lo que consiguen es llamar la atención sobre el hecho de que la placa está ahí, de que ha invadido el ámbito vegetal y animal de los monos. Si esto es cierto, sin embargo, los monos y el árbol ocupan también el mundo de la placa: de la espada que entra en ella, del guerrero que alza el arma, del combate.
En el arte samurái de las espadas, y de modo particular en la colección del MFA de Boston, esta tsuba es un ejemplo supremo del juego entre obra estética y soporte. Como en el resto de las piezas mostradas, el trabajo artístico es parte del accesorio, es uno de sus aspectos, el aspecto ornamental, pero sólo en este caso el accesorio como tal (y la espada, y la mano que la esgrime, y la guerra que alcanza más allá de la mirada) son parte del ornamento, de su ficción.
Al asomarse a la realidad humana, al filo de la espada y al combatiente, esta obra estética se asoma al complejo hecho de la sangre. El arte en metal de las kozukas, tsubas y demás accesorios se asoma a la más acabada pericia samurái: la pericia en el combate, la de vencer por muerte al enemigo. Y el conducto del arte, curiosamente, la mirada que permite dicha comunicación entre los contenidos artísticos y el arma, es ese asombrado, expectante mono. La obra mira la hendidura y el filo que la atraviesa con viva curiosidad pero sin llegar a entender. Como si la obra tallada perteneciera a un orden en esencia diferente. Como si no participara del mundo de la espada, por más que lo viera y estuviera en él. El mono de la pieza descubre la realidad, sólo para terminar aun más lejos de ella. ¿Sugería algo el artista? ¿Intentaba deslindar su oficio de los usos que recibiera la espada?

Paso a otra vitrina. En el mango de un bello kogatana (un pequeño cuchillo que se portaba en la vaina de la espada) aparece un paisaje austero y melancólico. Una flor suculenta y las hojas en su entorno son golpeadas con fuerza por el viento. Se tienden y oscilan hacia el poniente, contra un cielo cobrizo y grandioso. Arqueadas, ondulantes, flor y hojas son negras; las puntas de los estambres, que apenas se asoman en la parte central, luminosas y áureas. Es obra del naturalista Hideoki (1788-1851).

En la vitrina siguiente hay dos tsubas o guardas de contenido mítico. Raiko esgrime su espada ante la embestida del Tsuchigumo, una criatura antropomorfa con atributos de araña. Seduce ésta por su expresivo meneo. Aunque, sorprendido, yace en flor de loto, el guerrero apunta ya el filo de su arma contra el monstruo.

