Cesare Pavese*
[Este texto forma parte de un dosier dedicado al poeta italiano. Aquí puede consultarse el resto de los materiales.]
En poesía, el inventor de un género, de un estilo, de un tono, el descubridor de una tierra desconocida, resulta —ya se sabe— más exhaustivo y eficaz que sus epígonos, que los muchos o los pocos que sobre ese estilo o tono, sobre esa tierra desconocida, deberían saber más aún que el precursor y que, en realidad, continúan su obra con fácil confianza y más refinados instrumentos. Ocurre aquí un hecho que no tiene paralelo en ninguna otra actividad humana. El primero que echa la mirada sobre un nuevo territorio y se interna en él es también su más eficaz cosechador, y más que un desmonte y una labranza, la suya se diría una incursión mongólica, uno de esos saqueos sobre cuyas huellas no vuelve a crecer la hierba. No faltan casos de creadores que literalmente sofocan en la cuna a los epígonos sin que pueda surgir el segundón para recoger la herencia. A ellos, por lo general, sólo se vuelve después de siglos, es decir cuando las vicisitudes de las ideologías y de los gustos han hecho de su obra casi un objeto, una creación de la naturaleza —como la intemperie con ciertos monumentos— y es posible inspirarse en ellos con un sentimiento genuino de descubrimiento, como ateniéndose a un dato natural.
El precursor y el epígono. El primero inventa, comprende y avanza todavía más; el segundo, tocado por la evidente, ambigua fascinación de la tierra hasta ayer desconocida, vuelve al sitio e investiga, construye allí su casa, planta el huerto y hace sus provisiones. A veces vive toda la vida, entre el respeto y el aplauso del prójimo, sin advertir que a sus provisiones les falta el gusto de la tierra —del agua y del cielo. Es un literato. Casi siempre lo sabe y se jacta de ello. Mejor así, por otra parte, y no que desespere de sí mismo: el literato que desespera de sí mismo, vale decir que comienza a quejarse, no se vuelve poeta sino solamente peor literato.
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