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Palabra de Pavese
Rodolfo Alonso
[Este texto forma parte de un dosier dedicado al poeta italiano. Aquí puede consultarse el resto de los materiales.]
Piamontés universal, Cesare Pavese es sin duda uno de los más significativos escritores italianos del siglo XX. Nacido el 9 de septiembre de 1908 en el medio campesino de Santo Stefano Belbo, en las Langhe, hijo de un secretario de juzgado en Turín, iba a concluir poniendo fin a su vida (“Palabras no. Un gesto. No escribiré más”, son las últimas líneas de su indeleble diario, Il mestiere di vivere), en un cuarto de hotel en Turín, el 27 de agosto de 1950. Esa vida —y esa obra— se irían cubriendo (y los argentinos fuimos tal vez de los primeros en percibirlo fuera de Italia) de significados a la vez hondos y nítidos. En ellas, conviven voces ancestrales y moderna lucidez, cuya riqueza, perfección formal, perdurabilidad y resonancia permiten considerarlo un auténtico clásico.
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Cesare Pavese*
[Este texto forma parte de un dosier dedicado al poeta italiano. Aquí puede consultarse el resto de los materiales.]
En poesía, el inventor de un género, de un estilo, de un tono, el descubridor de una tierra desconocida, resulta —ya se sabe— más exhaustivo y eficaz que sus epígonos, que los muchos o los pocos que sobre ese estilo o tono, sobre esa tierra desconocida, deberían saber más aún que el precursor y que, en realidad, continúan su obra con fácil confianza y más refinados instrumentos. Ocurre aquí un hecho que no tiene paralelo en ninguna otra actividad humana. El primero que echa la mirada sobre un nuevo territorio y se interna en él es también su más eficaz cosechador, y más que un desmonte y una labranza, la suya se diría una incursión mongólica, uno de esos saqueos sobre cuyas huellas no vuelve a crecer la hierba. No faltan casos de creadores que literalmente sofocan en la cuna a los epígonos sin que pueda surgir el segundón para recoger la herencia. A ellos, por lo general, sólo se vuelve después de siglos, es decir cuando las vicisitudes de las ideologías y de los gustos han hecho de su obra casi un objeto, una creación de la naturaleza —como la intemperie con ciertos monumentos— y es posible inspirarse en ellos con un sentimiento genuino de descubrimiento, como ateniéndose a un dato natural.
El precursor y el epígono. El primero inventa, comprende y avanza todavía más; el segundo, tocado por la evidente, ambigua fascinación de la tierra hasta ayer desconocida, vuelve al sitio e investiga, construye allí su casa, planta el huerto y hace sus provisiones. A veces vive toda la vida, entre el respeto y el aplauso del prójimo, sin advertir que a sus provisiones les falta el gusto de la tierra —del agua y del cielo. Es un literato. Casi siempre lo sabe y se jacta de ello. Mejor así, por otra parte, y no que desespere de sí mismo: el literato que desespera de sí mismo, vale decir que comienza a quejarse, no se vuelve poeta sino solamente peor literato.
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